Estudio del Doctor Jorge Manrique
Han transcurrido más de tres siglos desde que Jean Baptiste Poquelin, una de las figuras sobresalientes de la segunda generación de clásicos de la literatura francesa del siglo XVII, más conocido como Moliére, legara a la cultura universal una producción teatral en la que, al igual que Shakespeare en la suya se encuentran caracterizadas de forma magistral ciertas modalidades particulares de la conducta humana. El gremio de los médicos, quizá más por tradición corporativa que por conocimiento literario, ha considerado las obras de Molière como otras de las tantas formas agresivas con que los escritores de todos los tiempos se han ensañado con nuestra noble profesión.
En este artículo, escrito por un médico y una psicóloga y destinado a otros médicos, se intenta rescatar de esas invectivas, más allá de su acre sabor inicial, el profundo sentido ético y moralizador que encierran. Para ello ha resultado conveniente realizar, luego de un breve recuerdo de la biografía de Molière, una somera revisión del entorno histórico y del estado de la medicina y la práctica médica de su tiempo.
Vida de Molière
Molière fue un hombre cuya vida atesora una abigarrada combinación de éxitos y fracasos, alegría y desgracias, ascensos y caídas, soportados por un ser humano que supo administrar el privilegio de poseer una afinada capacidad de observación junto a un insuperable ingenio. Ambas condiciones le permitieron concretar, a través de sus escritos, agudas y acertadas consideraciones sobre la condición humana. La biografía. que a continuación puede leerse ha tenido como guía fundamental el meduloso libro publicado por Ramón Gómez de la Serna en 1951.
Jean Baptiste Poquelin, nacido en París a principios de 1622, fue el primogénito de un matrimonio burgés acomodado. Su madre, María Cressé, falleció cuando el niño tenía apenas 10 años luego de enseñarle a leer con una edición de Vidas de Plutarco.
Durante su adolescencia, acompañado por su abuelo materno, conoció el arte de los trashumantes actores italianos enharinados del Pont Neuf, afectos a la Commedia dell´Arte mientras que, con su abuelo paterno, feriante de Saint Germanin, pudo vincularse con la gente común de ese pintoresco barrio parisino. En 1631 su padre compró el cargo de tapicero ordinario de la Casa Real, anexo al de ´Valet de Chambre´ del Rey.
A partir de 1636 y durante tres años, Jean Baptiste cursó estudios de humanidades en el Colegio Jesuita de Clermont ( College Louis LeGrand), institución que aunque admitía jóvenes nobles y burgueses, mantenía severas diferencias en el trato aplicado a sus alumnos en relación con su origen social. Durante ese lapso aprendió latín y algo de griego, frecuentó los clásicos, participó en representaciones teatrales, escribió algunos versos y asistió a las clases dictadas por el filósofo epicúreo Gassendi, de conocida vida licenciosa. En 1641, en la Universidad de Orleáns, se graduó de abogado, profesión que nunca ejerció pero cuyos conocimientos le sirvieron para adornar con propiedad la trama de algunas de sus obras. Al año siguiente, ejerciendo el cargo de Valet de Chambre acompañó a Luis XIII en un viaje a Narbonne.
En 1642 contrajo relaciones con la familia Bejart, de conocida actividad teatral, a la que pertenecía Magdalena, hermosa y respetada artista de vida turbulenta que, cuatro años antes y antes de conocer a Molière, había concebido una hija que fuera bautizada como Armanda Hervé y cuya paternidad fue más tarde , de forma malévola, adjudicada a Molière.
Retrato de Molière
La fuerte atracción ejercida por la personalidad de Magdalena provocó el 1643 la ruptura con su pasado burgués y la dedicación definitiva a las tablas, concretadas en la cesión de su cargo de Valet Real a su hermano y la incorporación contractual con los Bejart – herencia maternal mediante – adoptando desde ese momento y para no mancillar su apellido. El seudónimo de Molière al parecer en memoria de Francisco Molière, escritor popular asesinado en 1625, a los 20 años de edad (Encic. Rialp).
La nueva compañía, denominada El Ilustre Teatro, culminó su actuación con un rotundo fracaso económico y la contracción de importantes deudas que, en dos ocasiones condicionaron la prisión la prisión de Molière, redimidas ambas con sendos préstamos paternos.
En 1645 la Compañía abandonó París e inició un periplo artístico por el interior de Francia que duró más de 12 años y durante el cuál muchas veces representó obras al estilo italiano, basado en la improvisación en escena. En esa gira enfrentó penurias y fracasos antes de alcanzar, más tarde, el éxito teatral que le permitiría mejorar su condición económica.
En 1653 Moliére estrenó su primera obra, El atolondrado, en la que comprobó que su voz y su genio actoral se adaptaban mejor para la vis cómica, con la que habría que alcanzar sus mayores triunfos escénicos . Ese mismo año actuó frente al Príncipe de Conti, ex condiscípulo de Clermont, que facilitó su nombre a la compañía.
En 1658, luego de un prolongado exilio fuera del ambiente de París, contando ya con una posición económica desahogada y con un ganado prestigio teatral, pudo presentarse con su compañía en el Louvre y frente a la familia Real poniendo en escena una obra de Corneille a cuyo final, con la autorización de Luis XIV, estrenó su obra El Doctor enamorado. La buena acogida de esta pieza teatral acrecentó su fama haciendo que su compañía, poco tiempo después, se transformara en la Comañía de Monsieur, hermano del Rey.
Para ese entonces Armanda , la hija de Magdalena Bejart, convertida a la sazón en una bella mujer y en una aceptable artista de teatro, despertó en Molière una intensa pasión que lo llevó a su matrimonio en 1662, rotulado como incestuoso por algunos de sus detractores.
En 1663 Luis XIV apadrinó el primer hijo de Molière y acordó a su compañía un subsidio de 1.000 libras anuales. Este mecenazgo estimuló su fecunda creación artística no interrumpida a pesar de la muerte prematura de su primer hijo., las graves desavenencias matrimoniales e infidelidades de su joven esposa y las frecuentes recaídas de su proceso pulmonar crónico.
Mientras dispuso del favor real, Molière continuó con su tarea autoral y actoral superando con entereza sus infortunios personales y la constante crítica de sus competidores. En 1672 comenzaron a enfriarse las relaciones con Luis XIV, agravadas por la designación del Maestro Lully como Director de la Real Academia de Música. Este famoso músico, que había compuesto los entremeses musicales que acompañaban las obras de Molière, asestó un duro golpe a las finanzas del comediógrafo al exigir regalías por la representación de obras que contuvieran sus partituras.
El 17 de febrero de 1673, mientras presentaba en el Palais Royal El Enfermo imaginario, estrenada unos días antes, Molière sufrió un malestar creciente y pese a las recomendaciones de sus compañeros no interrumpió su actuación. Al terminar su último acto, luego de haber pronunciado el macarrónico juramento con que Argán se convierte en médico y resonando todavía los aplausos por su interpretación, fue retirado de la escena víctima de una grave vómica hermorrágica que, horas más tarde lo llevó a la muerte. Como dice Santisbury, al igual que la decisión adoptada más tarde por al Almirante Nelson, Molière eligió morir ´debout et dans son rang´ para apelar a un tribunal que no juzgara de acuerdo con las reglas dictadas por los puritanos o los fariseos (Waller).
A pesar de su solicitud no pudo recibir asistencia religiosa dada su condición de comediante ya que el ritual de París, promulgado en 1654, prohibía dar asistencia religiosa y cristiana sepultura a las rameras, concubinas, cómicos, usureros y brujos´, por lo que para proceder a su sepelio fue necesario apelar a la mediación directa del Rey para permitir su inhumación, cuatro días después de su muerte en el cementerio de San José sin ninguna pompa. En 1680 su viuda unió su compañía con la del Hotel de Bourgogne dando nacimiento a lo que más tarde sería la Commedie Francaise.
En 1817 sus restos fueron trasladados al cementerio del Padre Lachaise donde fueron depositados a la vera de la tumba de su amigo La Fontaine. Entre el torrente de honras póstumas merece citarse el epitafio del padre Bonhours que reza: «Molière, nada a tu gloria faltaría si entre los defectos que tan bien descubriste pudieras haber incluido la negra ingratitud» (Gómez de la Serna»)
La Francia del siglo XVII
Luego de concluidas las guerras religiosas el pueblo francés gozo, durante el siglo XVII, de una era de progreso político, social y económico que culminó en el desarrollo de una fuerte nacionalidad, el fortalecimiento de su lengua vernácula y la cimentación de la monarquía absoluta.
Luego del asesinato de Enrique IV (1610) y bajo el reinado de Luis XIII, Francia participó desde 1635, en la Guerra de los Treinta Años y en 1638 liquidó el poderío protestante con la toma de la Rochela. En 1648, bajo la Regencia de Ana de Austria, se firmó el tratado de Westfalia que dio a Francia un papel hegemónico en la política europea.
En el lustro transcurrido entre 1648 y 1653 la corona francesa debió soportar los embates de La Fronda, movimiento sedicioso encabezado por miembros del clero y cierta parte de la nobleza. Ahogada esta revuelta, Francia continuó la política pragmática diseñada por Richelieu y Mazarino y en consecuencia volvió a guerrear contra España para terminar en 1659 con otro triunfo que le aportó la anexión de extensos territorios y el matrimonio de Luis XIV con María Teresa de Austria, hija de Felipe IV de España.
En 1662 Luis XIV, luego de la muerte del Cardenal Mazarino y asistido por capaces colaboradores, casi todos pertenecientes a la burguesía, inició el reinado absoluto que habría de convertir a Francia en el árbitro de Europa.
Durante todo este siglo, a pesar de las guerras externas y por efecto de una eficiente administración, Francia gozó de una llamativa estabilidad interior y un importante desarrollo industrial y económico que facilitaron, con el mecenazgo y control del poder central, el florecimiento de importantes expresiones en todos los campos de la cultura. En el literario constituyen hechos salientes la aparición de la Gazeta Francesa en 1631 y la publicación de las obras de Descartes (1596 – 1650) La Roche-foucauld (1613-1680), el cardenal de Retz (1613-1679), La Fontaine (1621-1695), Molière (1622-1673), Pascal (1623-1662), Mme. De Sevigné (1626-1693), Bossuet (1627-1704), Boileau (1636-1711), Racine (1639-1699), La Bruyere (1645-1696), y –Fenelon (1651-1715), así como la creación de la Academia Francesa (1635). En esa misma época España mostró la producción literaria del Padre Mariana (1535-1639), Lope de Vega (1562-1635), Francisco de Quevedo (1580-1645), Ruiz de Alarcón (1581-1639), Gracián (1584-1658), Calderón de la Barca (1600-1681), y Francisco de Rojas (1617-1648), cuyas obras influyeron de forma visible en la producción de Molière.
La Sociedad de esa época mostraba una organización estratificada conformada por niveles sociales bien definidos, todos dependientes del centralismo dominante. El más alto correspondía al Rey y a la nobleza de sangre, completado por los magistrados y funcionarios de mayor jerarquía. Los cargos religiosos más elevados eran provistos por el Rey y se acompañaban de prebendas y distinciones especiales. El Tercer Estado o Llano, representado por la burguesía, proporcionaba los militares de carrera y el grupo humano que con su esfuerzo y trabajo labró la riqueza de Francia.. Los siervos de la gleba, sin organización, consideraban al Rey como defensor de sus derechos frente a los intentos especulativos de los nobles terratenientes (Maurois).
Las diferencias de clase estaban bien marcadas aunque existía cierta movilidad social apuntalada en la obtención de riqueza, facilitada por la ley Paulette dictada en 1604, que permitía comprar y convertir en hereditarios algunos cargos importantes de la administración y la justicia. Cada napa social veía en su inmediata superior un modelo digno de imitar a cualquier precio: los nobles sostenían entre sí una sorda lucha por la obtención de los favores reales, los clérigos luchaban por la obtención de canonías y entre los burgueses nada impedía que, al amparo de la riqueza acumulada, se copiaran de cualquier forma los modales, vestimentas y estilo de vida de los nobles. La vida provinciana y aún la de los villanos y campesinos también cambió estimulada por el influjo de un intenso deseo de ascenso social. Este afán de enriquecimiento y figuración facilitó el desarrollo de una marcada frivolidad en las costumbres y una moral pública proclive a la eclosión de actitudes no siempre de buen gusto y muchas veces por virtuosas. Se trataba de una sociedad cerrada, pero no tanto, cuyo análisis permite descubrir la mezcla de restos del feudalismo, que se batía en retirada frente al centralismo monárquico dominante, con manifestaciones particulares propias del hombre del renacimiento, deseoso de libertad, anheloso de dominar el mundo y sus maravillas y cultor del hedonismo.
Todos estos elementos socioculturales plasmaron una sociedad muy estructurada cuyas manifestaciones proporcionaron al genio observador de Molière una veta riquísima de la que supo extraer prototipos humanos dotados de credibilidad intemporal.
La Medicina del Siglo XVII
Durante este siglo y bajo la influencia del Renacimiento continuó la trabajosa secularización progresiva del saber, concretada en el despojo constante de la carga escolástica de la medicina galénica medieval y la separación del saber científico del teológico. Los estudios de Vesalio (1514-1564), Falopio (1523-1589), Arancia (1533-1619), Bauhin (1560-1624), Spiegel (1578-1625), Malpighi (1628-1694), Leeuwenhoek (1632-1723), y Swammerdam (1637-1680) revolucionaron la micro y macroanatomía y se asociaron con los importantes avances estequiológicos aportados por Fabricio de Acquadependente (1533-1619) y Redi (1621-1697).
En el campo fisiológico fueron notables el descubrimiento de la circulación menor por Miguel Servet (1511-1553), los conocimientos aportados por Santorio (1561-1636) y el descubrimiento de la circulación mayor por Harvey (1578-1657).
La patología estaba limitada a la percepción sensorial de los fenómenos morbosos atribuidos a cambios anómalos de los humores. Las enfermedades mejor conocidas eran gota, sífilis, y venéreas, paludismo, tifoidea, raquitismo, difteria, ergotismo y peste común y algunas afecciones quirúrgicas (hernia, litiasis vesical, abscesos, traumatismos y heridas de guerra).
Todos estos avances convivieron con al doctrina de los «humores» y fundamentaron una práctica médica resultante de la combinación de la medicina galénica con conceptos mecanicistas y vitalistas de fuerte contenido empírico y cuyas medidas terapéuticas se basaban en la concepciones de Paracelso (1493-1541) y Van Helmont (1578-1644).
Los médicos formaban una clase bien diferenciada, cuya formación universitaria debía pasar por la condición de filiatra, bachiller, archidiatra hasta la obtención de la «licencia legendi», impuesta en una impresionante ceremonia pública sin la cual no era posible ejercer (Mazzei). Administraban su saber luciendo togas y bonetes negros, acudián a sus consultas. Montados en mulas negras y su conducta exhibía una concepción fáustica que los impulsaba en forma irresistible a creerse «dueños y señores de la naturaleza desplegando una imperiosa y ambiciosa actitud de ser artífices de la curación del enfermo» (Lían Entralgo).
El examen físico consistía en una somera exploración de la piel y las cavidades accesibles, el control del pulso y temperatura y del estado del sensorio junto a la determinación de las características organolépticas de las excretas. Los diagnósticos se basaban en el juego dialéctico de los conocimientos disponibles, cuyo contexto servía tanto para explicar los éxitos como para justificar los fracasos. Las ocasionales consultas con otros médicos se hacían guardando un gran respeto jerárquico por las dignidades académicas. En el habla profesional se utilizaban, con harta frecuencia, expresiones latinas y términos técnicos cuya incomprensión por parte de los legos formaba una importante parte de la cuota de magia que siempre ha acompañado el quehacer médico.
Los tratamientos ofrecían sólo variantes formales y consistían en prescripciones «farmacéuticas» de efectos azarosos y algunas veces perjudiciales. Era muy frecuente la administración de sangrías, clisterios , purgas y eméticos junto con jarabes, pócimas, ungüentos, pomadas y otras formas farmacéuticas esotéricas que se administraban asociadas a indicaciones o prohibiciones dietéticas dictadas por algún médico famoso.
Desde la promulgación del edicto dictado por el Concilio de Rheims en 1131, los clérigos habían quedado inhibidos para practicar la cirugía. Esta rama de la práctica médica quedó en manos de un grupo de prácticos que en 1210, bajo control clerical, formaron el Collegio de San Cosme en París, del que formaban parte los cirujanos de «toga larga», cuya preparación era más teológica que científica. En forma paralela existía un grupo de barberos cirujanos, prácticos carentes de preparación universitaria, que desarrollaban sus tareas revestidos de togas cortas y dentro del amplio espectro de diversas «especialidades» como: sacamuelas, tonsuradores, barberos, extractores de piedras, talladores, curadores de hernias, sangradores, extirpadores de cataratas, inmovilizadores, enderezadores de huesos o ventoseros, muchas veces en forma itinerante para escapar de los reclamos de sus clientes. La cirugía, por el hecho de implicar una actividad manual, era menospreciada por los clínicos. Sin embargo su tarea parecía dar mejores réditos que el de los médicos comunes. En esa época el mayor peligro para la salud de las mujeres se asociaba con los partos, para los hombres con la guerra y para todos, con la infancia y las viruelas (Milford).
Los que descreían de los médicos eran considerados, al decir de Molière, como impíos de la medicina aún cuando éstos, al sentirse mal, no vacilaban en entregarse a los cuidados médicos para «morir conforme a las reglas». Puede afirmarse que el ejercicio de la medicina del siglo XVII, permitía que, muchas afecciones salvo aquellas que poseían una evolución espontánea favorable y algunas de tipo quirúrgico, culminaran con la muerte del enfermo, a veces precipitada por la propia agresividad del tratamiento.
Obras de Molière
Molière, llamado el Contemplador, fue un profundo y atento observador de la sociedad en que vivió. Sus paseos infantiles por las ferias de París y más tarde su convivencia, aunque discriminada, con la clase noble en el colegio de Clermont sumada a sus andanzas no siempre afortunadas por innumerables pueblos del interior y su posterior introducción en el fausto de la Corte, lo pusieron en contacto con todas las napas sociales aportándole la oportunidad de conocer sus costumbres, atesorar modismos y expresiones corteses y populares y en especial aprehender el profundo conocimiento de la condición humana que su genio literario supo plasmar en sus obras.
Fue un maestro de la caricatura hablada. Sus obras delinearon en forma precisa caracteres humanos dotados de un realismo bien manifiesto que el público reconocía y celebraba. Luis XIV, que sugirió algunos de los argumentos, apreció el genio de Molière como autor y actor y lo utilizó como un instrumento eficiente, no sólo para atacar aquello que hería la cortesía, las buenas maneras, el buen gusto y la elegancia que había impreso a su tiempo sino también como medio para forzar su absolutismo. Tal como había sucedido con Terencio en la antigua Roma, el apoyo aportado por el Rey Sol hizo posible la representación de las obras de Molière a pesar de la natural resistencia que podían despertar en los grupos sociales criticados.
En las obras de Molière se encuentran alusiones directas a todos los estamentos sociales, contra cuyos defectos arremetió «incisivo y burlón con elegante perversidad pesimista o con sarcástica ironía» (Quiroga). Como afirma Genier, su pluma enfrentó el complejo de inferioridad en La escuela de la mujeres (1662), la nobleza insolente y libertina en el Don Juan (1665), la pedantería y vanagloria en Los importunos (1661) y La escuela de los maridos (1661), las marquesas frívolas y adornadas en Las preciosas ridículas (1659), los celos exagerados en Don García de Navarra (1661) y El Cornudo imaginario )1660), el habla enfática y engolada en La improvisación de Versailles (1663), los matrimonios de conveniencia en El Casamiento a la fuerza (1664) y Jorge Dandin (1666), la devoción fariseica en El Tartufo (1667), las ridiculeces de la burguesía encumbrada en El burgués gentilhombre (1670), los rentistas usureros en El Avaro (1668), el espíritu provinciano en El señor de Pourceaugnac ( 1669), la seudociencia astrológica en Los amantes magníficos (1670), el ingenio pícaro y ventajista en Las trapacerías de Scapin (1671), la pompa y placeres mundanos de la corte en La condesa de Escarbgnas (1671), el falso saber en LasSabiondas (1672) y los médicos petulantes en El médico a palos (1666), el Amor médico (1665) y el Enfermo imaginario (1673).
Al mismo tiempo que desaprobó esos defectos, Molière supo ensalzar la razón, la moderación, el buen sentido, el amor a la familia, el respeto a la verdad y el buen gusto aunque sin pretensiones de castigar el vicio ni recompensar la virtud pero con un claro intento moralizador capaz de poner en evidencia actitudes reprochables de la sociedad de su época. Quizá no pensó que sus personajes dotados de una vitalidad y presencia perdurable, como Argan, Tartufo, Alcestes, Rapagón y Macroton, por ejemplo representaban respectivamente, el típico hipocondríaco, el falso devoto, el misántropo empedernido, el burgués avaro o el médico petulante de todos los tiempos. Y ello fue así porque tales personajes no eran creaciones imaginarias sino expresiones destiladas de una realidad que sólo esperaba su talento para corporizarse en prototipos propuestos a una sociedad que «malgré tout», supo reírse de sus defectos.
El Tartufo fue la única obra que concitó reacciones importantes dando lugar a un prolongado pleito que terminó con la aprobación dada por Luis XIV que asestó así un fuerte golpe a quines, como la clerecía y la alta nobleza, todavía cuestionaban su poder absoluto.
En el estilo de Molière diversos críticos reconocen la influencia de los dramaturgos romanos Plauto y Terencio y el conocimiento del drama español y de la Commedia dell´Arte italiana. Los personajes moliérescos utilizan un idioma acorde con el papel que deben representar expresándose en francés clásico, jerga popular, germanías y hasta en «patois limosin». Waller afirma que Molière no fue original y copió a sus antecesores franceses y españoles, no respetó las reglas de la comedia , careció de tono romántico y manejó un lenguaje impropio y plagiario. Genier opina que la construcción gramatical de Molière fue defectuosa, plagada de pleonasmos y redundancias y plena de galimatías, metáforas incoherentes y ripios, aunque ello puede estar relacionado con el apuro con que fueron redactadas. Lanso y Truffau coinciden con esta crítica literaria aunque disculpan esos vicios considerando que esas obras fueron concebidas «para los oídos no para los ojos» ya que esos defectos sintácticos o prosódicos desaparecen cuando esas frases se escuchan como parlamentos correspondientes a un personaje visible y van acompañadas de adecuada mímica. Se conforma así un realismo expresivo que hace aún más creíbles a esos personajes. Boileau, contemporáneo de Molière, afirmaba que «su carácter propendía a lo real y su talento, a la sátira».
A diferencia del teatro de Plauto, en el de Molière debe reconocerse la ausencia de expresiones groseras, escatológicas o procaces haciendo que su crítica social, muchas veces mordaz y descardas, fuera siempre jocosa y aunque contestataria, jamás disolvente. Esta condición ha sido considerada por Villot como manifestación de servilismo pero, de todas maneras, en la expresión de un intelecto superior dotado de la pluma apropiada que de forma reidera – ´corrige ridendo mores´- fue capaz de desentrañar del ser humano aquellas facetas que denunciaban conductas impropias, menesterosas de reconocimiento y corrección (Bentoux).
Es posible que las agudas críticas utilizadas por Molière representaran una especie de catarsis desencadenada por las amarguras de su vida. Sin embargo, a pesar de todos sus infortunios, justo es reconocer que esa catarsis, si ejercida se efectuó a través de la creación de obras cargadas de gracia, buen humor y plenas de chispa cómica aunque, en el fondo siempre puede encontrarse en ellas cierto dejo autobiográfico no desprovisto de un dejo de tristeza o amargura. Sus obras deben ser consideradas algo más que una descarga de resentimientos nacidos al calor de las desgracias ya que presentar con lucidez un contenido trascendente apoyado en la comicidad.
Siguiendo a Freud puede aceptarse que los chistes, bromas o sátiras, si bien son formas agresivas de expresar sentimientos, deben ser considerados como medios a través de los cuales resulta posible utilizar el arma del ridículo para superar las limitaciones y censuras impuestas por los códigos sociales, y dar rienda suelta a fuentes de placer que de otra forma resultarían inaccesibles. Así puede explicarse cómo Molière pudo transformar sus críticas en algo que, sin violencia, se plasmaba en momentos placenteros para el observador de sus obras, oyente de sus parlamentos, a través de una forma literaria que, al par de hacer posible la descarga de sus sentimientos dolorosos, no provocaba consecuencias destructivas al crear caracteres cuya propia humanidad les permitió trascender los tiempos en que fueron concebidos.
Molière y los Médicos
Los registros de la Compañía Teatral, llevados por Legrange, permiten inferir que Molière padeció desde 1655 una enfermedad respiratoria de naturaleza crónica a la que Moorman Lewis y otros autores consideran como una tuberculosis pulmonar. Las recaídas de este proceso lo alejaron en varias ocasiones de su quehacer actoral y lo obligaron a repetidas consultas médicas en las que seguramente pudo apreciar la conducta profesional de los galenos y sentir, en «carne propia», la naturaleza y efectos de los tratamientos que utilizaban y que en su caso, como era previsible, fueron inútiles. Además, es posible que tuviera acceso al Journal de la Santé du Roi, a cargo de los médicos de la corte (Valle, Jaquin y Fagon), que contenía datos sobre la salud real y describía episodios acaecidos en las consultas, las sangrías excesivas y la medicación utilizada (Moorman).
Los médicos y la medicina fueron sabroso alimento del genio moliéresco en cinco de sus obras: Don Juan (1665), El amor médico (1665), El médico a la fuerza (1666), El Señor de Pourceaugnac (1669) y El enfermo imaginario (1673). En el Don Juan los médicos sólo son aludidos en una breve pero mordaz crítica deslizada en un agudo diálogo sostenido por el ilustre mujeriego y su criado pero, en las restantes obras mencionadas, cada una con su argumento propio, la medicina y sus oficiantes forman parte esencial de la trama. En ellas Molière hace actuar a galenos y seudogalenos a través de exposiciones en las que se evidencian, en forma jocosa y desopilante, los fundamentos del arte médico y el uso de terapéuticas extravagantes. Se ataca la base de la praxis médica a través de la presentación de cómicas disquisiciones patogénicas basadas en la teoría de «los humores» mientras se hacen comentarios festivos sobre los conocimientos en boga y los tratamientos practicados. Las reideras consultas están plagadas de latinajos y propuestas terapéuticas sólo difieren entre sí en el número y composición de las lavativas, la vena utilizable para la sangría o la frecuencia con que ellas deben efectuarse así, como el sabor y aspecto de los jarabes, pociones o brebajes, todo anodinos.
Los médicos fingidos intervienen utilizando graciosas galimatías y hacen sus aportes indicando otras medidas sanadoras de menor fundamentación científica cuya adopción determina el «happy end» en el que se recompone el entuerto amoroso o se cura una inexistente enfermedad.
El enfermo imaginario, que es la obra más conocida, muestra las críticas más mordaces contra los médicos. Su personaje principal es Argan, un típico patofóbico e hipocondríaco, menesteroso de permanente asistencia médica que, luego de reideras quejas y disquisiciones y chispeantes consultas, acepta convertirse en médico para poder tratar mejor sus propios padecimientos.
El enfermo imaginario
La macarrónica ceremonia final se desarrolla al compás de un fondo musical que puede considerarse como un verdadero Carmina Burana, en el que participan ocho portajeringas (para lavativas), seis boticarios y veintidós doctores. En esa escena, Argan es sometido a un examen en el que se utiliza un lenguaje seudotécnico, mezcla abigarrada de latinajos y deformados vocablos franceses e italianos. Una vez aprobada esta prueba se satiriza una colación de grado en la que los oficiantes hacen jurar al neófito su nueva condición profesional certificada con la imposición del birrete y de la toga mientras se reafirman los elementos básicos de la práctica médica entonando la fórmula : «Ego, cum isto boneto, verabili et docto, virtutem et puissnciam, medandi, purgandi, percandi, cuipandi, et occidenti impune per totam terram» (Yo con este bonete, venerable y docto, te doy la virtud y el poder para medicar, purgar, sangrar, abrir, cortar y matar en forma impune por toda la tierra).
En las irónicas palabras de Molière relacionadas con los médicos se puede advertir la profunda crítica asestada a la infalibilidad del saber y a la precisión de los diagnósticos, el comentario sardónico sobre las complejas formalidades de las prácticas y la desconfianza manifiesta sobre su efectividad, así como se llama la atención sobre el uso de un lenguaje críptico que el paciente no alcanza a comprender. De igual forma se discute la trascendencia que el médico se atribuye en la curación del enfermo, se ataca la sumisión que debe prestar el propio paciente en cumplimiento de las prescripciones y hasta del pronóstico formulado, se reprueba la obsecuencia prestada a los colegas distinguidos, se impugna el secreto excluyente del saber profesional y se plantean dudas sobre la aplicación de técnicas agotadoras para el paciente o el uso de preparados farmacéuticos de inconsistente composición y dudoso efecto.
A poco que se analice el trasfondo de los dichos de Molière resultará fácil advertir cómo sus agudas pullas eran públicas denuncias de las características dominantes en las prestaciones médicas de la época, en las que primaba la soberbia cuasi religiosa del saber aplicado sobre un paciente indefenso y desprovisto de alternativas, en una relación en la que sólo tenía obligaciones y ningún derecho. Se jerarquizaba así la necesidad que tiene el paciente de ser escuchado y comprendido tratando de enfatizar el papel humanitario que debe desarrollar el médico al servicio de su paciente. No son éstos, acaso, los principios que sustenta la Bioética actual ? Entonces, no puede considerarse a Molière como un verdadero profeta de la ética médica y por lo tanto afirmar que también clamó en el desierto ya que más de trescientos años después esos mismos defectos, entonces denunciados, todavía se siguen observando en la práctica médica diaria?
Como observa Mitford, los médicos de hoy ya no vestimos togas, no sangramos ni administramos clisterios sino que usamos ropas blancas, transfundimos sangre y ordenamos aplicaciones de complejos aparatos electrónicos, pero en muchas ocasiones sigue siendo posible todavía advertir en nuestra conducta profesional actitudes similares a las de nuestros colegas del siglo XVII, las mismas que merecieron las críticas de Molière. Es aceptable que si el paciente de hoy, como el de hace trescientos años, sigue siendo considerado como un objeto pasivo que los médicos debemos reparar como si fuera un simple artefacto mecánico, seguramente dentro de no mucho tiempo otras generaciones médicas mirarán a la medicina actual con la misma irreverencia fundada con que hoy nosotros observamos la del comienzo de la Edad Moderna.
Las palabras de Molière, luego de más de trescientos años de haber sido escritas, constituyen una verdadera lección práctica de conducta médica y su vigencia cobra cada día más actualidad porque sus contenidos, por su profunda naturaleza, siguen teniendo validez y presencia en un mundo en el que no todos los cambios han sido para bien.
Colofón
Pese a los evidentes avances del saber y del hacer médicos la esencia de la medicina sigue siendo inmutable porque su fundamento estriba en la prestación del mejor servicio que un hombre sanador debe brindar a otro hombre enfermo. La excelencia de esta prestación no depende exclusivamente del conocimiento científico utilizado o de la precisión de la tecnología aplicada, sino de la forma humanitariamente comprensiva con que puede satisfacer las angustias y expectativas de otros seres menesterosos de cuidados. El olvido de este principio fundamental es el argumento que la sociedad actual esgrime con mayor fuerza para rotular a la medicina actual como deshumanizada, a pesar de sus innegables logros científicos y tecnológicos.
Si los médicos sabemos pasar de alto las circunstancias propias de la época en que se desarrollan las obras de Molière y sólo nos atenemos a la intención esencial de sus críticas y al perfil humano de los caracteres allí pintados, podrá captarse el profundo mensaje ejemplificador que ellas encierran haciendo que su lectura o la asistencia a su representación resulte una fuente permanente de profundas y fructuosas reflexiones. De esta forma Molière, tradicionalmente considerado como adversario de los médicos, pasará a ocupar merecidamente el puesto de un verdadero Maestro de la Etica Médica.
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(*) Fuente: este artículo fue publicado originalmente en Revista Fundación Facultad de Medicina, Ciudad de Buenos Aires.
(1) El Dr. Jorge Manrique es Profesor Honorario de la Facultad de Medicina (U.B.A) y
Miembro de la Academia Nacional de Medicina.
(2) Lic. María Graciela Manrique de Jolly es Lic. en Psicología de la U.C.A y JTP de la Cátedra de psicopatología infanto-juvenil de la U.B.A
Bibliografía consultada
Bontoux G.: Louis Villot et les mauvais Maitres des XVI, XVII et XVIII
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